lunes, junio 20, 2005

Confesiones en un taxi


Cuando menos lo esperas, las historias piden a gritos que se les escuche. Nada más abrir la puerta del taxi, el conductor y yo hemos empezado una fluida conversación sobre cuál es el mejor camino para llegar de la Asamblea de Madrid a mi casa. Estaba convencido de que yo trabajaba allí. Desde el espejo retrovisor no ha podido darse cuenta de que mi falda multicolor no es lo más común en una parlamentaria y, aunque he estado a puntito de convertirme para él en una trabajadora de este órgano legislativo y potestativo del pueblo, he acabado sacándole de su error. Sin desvelarle, claro está, mi verdadera profesió. Primero tendré que aclararme yo.

El asiento trasero nos ha facilitado la privacidad necesaria para las confidencias. Cierto es también que a este buen hombre, con ocho años al volante del taxi, no le faltaban ganas de hablar. Orgulloso me ha dicho que tenía madera de relaciones públicas. Y cuerda para el rato. Durante los nueve euracos que me ha costado la carrera (menos mal que no estábamos en hora punta) hasta ha tenido tiempo de pedirme matrimonio. Ante mi negación rotunda a su estrafalaria propuesta, la conversación ha derivado a otro tipo de planes de futuro. Si las cosas salen como él espera, el año que viene tendrá montado un restaurante en Alcorcón y será dueño de un negocio en el que pueda tener clientela fiel, que los taxis son muy anónimos. No voy a dar pistas ni a desvelar los más mínimos detalles que este desconocido tiene perfectamente matizados en su cabeza, no sea que alguno de mis aférrimos y fieles lectores le copie. Conocer a alguien con ilusiones y ganas de empezar de nuevo siempre da fuerzas. Y por una vez en la vida, no me ha dolido (tanto) pagar el trayecto.

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