sábado, junio 18, 2005

Sábado en la ciudad


Hoy ha faltado poco para que el asfalto hiciera burbujas y se convirtiera en la pócima mágica, líquida, negra y densa de una marmita. Puro veneno. Con el calor asfixiante y recalentado, el ambiente tenso, como en el desierto, me he lanzado a la calle.
Tentando a la suerte, he descendido a las entrañas de la tierra para sumergirme en el metro. Los astros estaban de mi parte porque he encontrado un asiento que me ha garantizado un espectáculo inigualable. La cubana bizca gritando en el vagón que se meaba, el trío de adolescentes con los ojos dilatados y sudorosos por todos los rincones de su piel, la sillita del bebé dormido junto a sus padres, cargados de bolsas, una elegante señora orgullosa de sus nietos, y el niño hindú que acariciaba su gran anillo dorado, con quien he compartido miradas y sonrisas de complicidad ante la entretenida escena que proporcionan tantas personas concentradas.
A cielo abierto, el caos seguía de la mano mis pasos irregulares. Pitidos, desvíos, obras, vallas que obligan a dar rodeos, guardias de tráfico y ligeros empujones de transeuntes que, como yo, buscaban la sombra, me impedían llevar un ritmo uniforme. He subido al autobús. La línea recta no existe en la ruta que he elegido, famosa por sus excesivos rodeos y paradas, pero el aire acondicionado y los asientos vacíos han compensado el largo camino. Iba tan fresquita que a punto he estado de seguir y dar una vuelta completa a la ciudad. Pero me ha parecido demasiado. A veces es mejor cortar a tiempo.

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